Poco quedaba de sol sobre la costa lacustre. La bahía, que sabía hacer de refugio contra el viento patagónico, estaba atrincherada entre cerros cordilleranos que sensuraban las últimas horas solares. Caminaba sola en ese tupido bosque coihues, iba un poco ofuscada por los detalles de la convivencia y no sabía bien qué buscaba avanzando hacia el otro lado del camping.
De cualquier manera, al Este estaba el lago, y para el resto de los puntos cardinales el paisaje era boscoso. El piso estaba húmedo y las zapatillas se le hundían en el barro y las hojas secas. La linterna y la cámara de fotos eran los únicos aparatos modernos que había en la escena. Se sentía intrusa en ese terreno con aspecto virginal. Escuchaba el toc-toc de los pájaros carpinteros en algún lado, pero no lograba individualizar la rama en la que estaban. De fondo, en tono muy suave, las olas del lago llegaban a la orilla. Era un murmullo irregular que generaba esa sensación de ‘contacto con la naturaleza’ de la que tanto hablan en las revistas de viajes, camping y pesca.
A medida que caminaba los árboles se iban cerrando más y el sendero estaba cada vez más difuso. No tenía noción del tiempo que llevaba allí y tampoco le preocupaba. Se veían rastros en la ladera de un pequeño alud de barro, probablemente a causa de las lluvias de estación, particularmente fuertes este verano.
Andaba como de visita, todo le parecía maravilloso y perfecto. Se sonreía sorprendida por la graciosa forma en la que estaban creciendo algunos coihues, o los colores fluorescentes de ciertos mosquitos. ¿Cómo habrán llegado acá los que primero llegaron? ¿Qué habrán pensado? Se imaginaba las respuestas, atenta a no tropezar con las raíces.
Un gran árbol había caído, se veía de lejos, y por el tamaño del tronco era fácil decir que tenía muchos años. Pensó en el estruendo que semejante bestia habría ocasionado en su caída, y dudó de que alguien hubiera escuchado. A un metro de distancia cambió el panorama, ese coihue nunca había caído; no, sólo había crecido en forma horizontal y estaba vivo.
Calculó que tendría al menos cuatro metros de largo, desde las raíces hasta el lago, donde ahí sí, se elevaba y desplegaba sus ramas. Ése árbol había elegido crecer mirando el lago, y eso no le había impedido desarrollar un tronco de más de un metro de diámetro y una copa, incluso más frondosa que las demás. Necesitó tocarlo, verlo de cerca, sacarle fotos, y hasta caminar por el. Se sentó con dificultad en una de esas ramas y allí se quedó contemplando el lago, valorando ese tesoro secreto.
Al volver al campamento, ya de noche, decidió que debía compartir ese mágico lugar, hablar de ese árbol sin descubrir, de lo increíble de haber estado ahí. Se acercó a su amiga, le mostró las fotos, le explicó cómo llegar, qué se sentía haber caminado por ahí, todos los detalles que hacía único a ese árbol.
Su amiga la escuchaba con una sonrisa, y no interrumpió en ningún momento el relato, esperó a que terminara, y con un tono natural, sin demasiado entusiasmo le respondió: viste un árbol, sólo eso…
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