Otra vez… esas ganas que se sentían venir con días de anticipación, y que de a poco iban en él. Desde abajo, se arrastraban hasta sus pies sin que nadie las percibiera. Lentamente, camufladas iban copando cada rincón de su ser… Lo sabía, lo sentía en el aire, en la piel y en la sangre, pero no podía hacer nada para frenarlo. Y cuando ya no había una parte de él que no estuviera controlada por esa energía extraña, lo invadía la necesidad de gritar.
De dar a luz un alarido que venía del abismo y que no terminaría hasta que sus pulmones terminaran de contraerse. Entonces, el estallido liberaría todo ese cúmulo de tensiones inexplicables.
Ramiro estaba acostumbrado, ya no oponía resistencia a su ira. Relativizaba la situación asumiendo que algunos lloran, otros se ponen ansiosos y él, simplemente, tenía ira. Por lo demás, era un pibe tranquilo.
Desde el martes que se levantó para ir a cursar comenzó a subir su termómetro; el café que se le hirvió, el disco que puso a la tarde estaba rallado… La semana parecía haber complotado en su contra, y con el suceder de sus despertares nuevas tragedias cotidianas martillaban su cabeza y contraían los músculos de su puño. Esa tarde en particular le resultó sumamente provocadora. La lluvia mientras iba a lo de Juano, la suspensión del partido, todo, todo apuntaba a lo negativo. Y así, la cosa iba empeorando.
Se iba a ir a dormir, quizá el silencio de la noche lograría calmar esas ansias que, cada vez con más fuerza, sacudían su carácter.
La primera cuadra de vuelta a su minúsculo departamento, la hizo con un perro aturdiendo sus oídos y amenazando sus talones. Ya estaba entregado al grito que venía acumulando cuando otra cosa llamó poderosamente su atención.
Era un pibe; el Ruso. Si, por la gorra, estaba seguro de que era él. Caminaba por la misma vereda, pero en dirección contraria, y mientras se acercaban, Ramiro pensaba en Ivana, la morocha que hacía años lo había dejado por él – el tiempo demostraría que Ivana estaba destinada a cambiar de amores seguido, abandonando a quien antes había elegido- Pero Ivana no importaba, lo cierto es que ahí venía el Ruso, que también lo había reconocido y que todavía no amagaba a correrse. Cuando ya no los separaba más de un metro, se miraron a los ojos y mantuvieron la vista en alto sin realizar ningún gesto con la cara. La campera de jean de Ramiro chocó con el buzo que llevaba el Ruso.
Como si alguna mano invisible hubiera agitado el banderín de largada, Ramiro giró hacia el Ruso con a velocidad impredecible, lo tomó del hombro con una mano, y con la zurda empezó a golpearlo. La sorpresa del movimiento y la fuerza de la trompada dejaron al Ruso incapaz de reaccionar.
El ataque se había desatado adentro de Ramiro y no había nadie para calmarlo. Le pegó sin saber bien lo que hacía hasta que se quedó sin envión. Entonces lo vio todo; el Ruso en el suelo entre barro y sangre, casi inconsciente; y él con el puño lastimado, dimensionando la magnitud de su inexplicable reacción. Ya no quería gritar, estaba asustado. No sabía cuánto lo había lastimado. Corrió a su casa.
Abrió la ducha sin dejar de pensar en lo que acababa de pasar. Se desconocía, nunca pensó que podía hacer algo así. El agua tibia recorría su cuerpo aflojando el temblor de sus piernas. Las gotas se disimulaban su llanto, casi imperceptible, ante la angustia de lo irremediable. El ruido del duchador escondía su vergüenza.
No había nadie a quien darle una explicación, sólo el secreto del arrepentimiento, y el íntimo temor de que volviera a suceder cuando la ira lo dominara una vez más.
De dar a luz un alarido que venía del abismo y que no terminaría hasta que sus pulmones terminaran de contraerse. Entonces, el estallido liberaría todo ese cúmulo de tensiones inexplicables.
Ramiro estaba acostumbrado, ya no oponía resistencia a su ira. Relativizaba la situación asumiendo que algunos lloran, otros se ponen ansiosos y él, simplemente, tenía ira. Por lo demás, era un pibe tranquilo.
Desde el martes que se levantó para ir a cursar comenzó a subir su termómetro; el café que se le hirvió, el disco que puso a la tarde estaba rallado… La semana parecía haber complotado en su contra, y con el suceder de sus despertares nuevas tragedias cotidianas martillaban su cabeza y contraían los músculos de su puño. Esa tarde en particular le resultó sumamente provocadora. La lluvia mientras iba a lo de Juano, la suspensión del partido, todo, todo apuntaba a lo negativo. Y así, la cosa iba empeorando.
Se iba a ir a dormir, quizá el silencio de la noche lograría calmar esas ansias que, cada vez con más fuerza, sacudían su carácter.
La primera cuadra de vuelta a su minúsculo departamento, la hizo con un perro aturdiendo sus oídos y amenazando sus talones. Ya estaba entregado al grito que venía acumulando cuando otra cosa llamó poderosamente su atención.
Era un pibe; el Ruso. Si, por la gorra, estaba seguro de que era él. Caminaba por la misma vereda, pero en dirección contraria, y mientras se acercaban, Ramiro pensaba en Ivana, la morocha que hacía años lo había dejado por él – el tiempo demostraría que Ivana estaba destinada a cambiar de amores seguido, abandonando a quien antes había elegido- Pero Ivana no importaba, lo cierto es que ahí venía el Ruso, que también lo había reconocido y que todavía no amagaba a correrse. Cuando ya no los separaba más de un metro, se miraron a los ojos y mantuvieron la vista en alto sin realizar ningún gesto con la cara. La campera de jean de Ramiro chocó con el buzo que llevaba el Ruso.
Como si alguna mano invisible hubiera agitado el banderín de largada, Ramiro giró hacia el Ruso con a velocidad impredecible, lo tomó del hombro con una mano, y con la zurda empezó a golpearlo. La sorpresa del movimiento y la fuerza de la trompada dejaron al Ruso incapaz de reaccionar.
El ataque se había desatado adentro de Ramiro y no había nadie para calmarlo. Le pegó sin saber bien lo que hacía hasta que se quedó sin envión. Entonces lo vio todo; el Ruso en el suelo entre barro y sangre, casi inconsciente; y él con el puño lastimado, dimensionando la magnitud de su inexplicable reacción. Ya no quería gritar, estaba asustado. No sabía cuánto lo había lastimado. Corrió a su casa.
Abrió la ducha sin dejar de pensar en lo que acababa de pasar. Se desconocía, nunca pensó que podía hacer algo así. El agua tibia recorría su cuerpo aflojando el temblor de sus piernas. Las gotas se disimulaban su llanto, casi imperceptible, ante la angustia de lo irremediable. El ruido del duchador escondía su vergüenza.
No había nadie a quien darle una explicación, sólo el secreto del arrepentimiento, y el íntimo temor de que volviera a suceder cuando la ira lo dominara una vez más.
Copado Rocio!! muy bueno....pobre del Ruso! se curtio! La verdad me sorprendiste...
ResponderEliminarLucas