26 de octubre de 2009

El arte de la imprecisión


Era un experto en el maquiavélico arte de la imprecisión. Su capacidad para generar incertidumbre era admirable, incluso en momentos de decisiones impostergables lograba eludir el compromiso de una afirmación llana y concreta. Lo sorprendente era que, a pesar de la reiteración del recurso, lograba mantener la expectativa.
No puede negarse que se trataba de una persona con mucha inteligencia, con habilidad para manejar situaciones y manipular conversaciones. Sin necesidad de recurrir a mentiras o promesas sin fondo conseguía hablar sin decir nada. Hacer con palabras el más absoluto de los silencios. No es tampoco que tuviera malas intenciones, simplemente se sentía incapaz de sostener verdades.
Quizá era la simpatía que engalanaba sus relaciones o la creatividad que camuflaba sus evasivas o sus hipnotizantes ojos miel, lo cierto es que había algo que sostenía su constante inconsistencia en el tiempo. Pues no hay, sino, otra forma de explicar la insistencia del resto en dialogar con el.
La más perjudicada con los inocentes escapismos cotidianos que toleraba de su parte era Ella. Una chica demasiado racional, que contaba con la soberbia suficiente como para creerse que recibiría un trato distinto. Una y otra vez intentaba inconscientemente conseguir respuestas consistentes. Una y otra vez, se encontraba repasando cada palabra del encuentro, sacado la cuenta de las diferentes interpretaciones que podía dársele a cada frase. Por alguna razón seguía sorprendiéndola su propia incapacidad para lograr una contestación segura sobre cualquier tema.
Cansada de la inestabilidad que produce el no entendimiento, se despidió en silencio de quien había escuchado tantas veces en su cabeza. Conservaba el orgullo necesario como para buscar a alguien que estuviera dispuesto a darle un trato especial. Sin demostrar demasiado lo que sentía mientras hacía el duelo, comenzó a acompañar el silencio. Él, aturdido por su liviana verborragia no supo entender que se alejaba. No reconoció la pérdida hasta que la vio materializada.
Ahí, cuando necesitó la seguridad que él nunca había dado, cuando experimentó el desconsuelo que genera la especulación sin bases sólidas y no encontró preguntas que evadir, necesitó respuestas. Entonces tomó el lugar que nunca había ocupado, esperaba de Ella las contestaciones que él era incapaz de dar. ¿Qué onda vos conmigo? ¿Somos “nosotros”? ¿Qué soy para vos? Ella lo miró con amor, se identificó en su vacío, pero creyó inútil esperar de él cosas que no sabía dar. Con sutileza esbozó un par de palabras que no podrían nunca convertirse en una oración, lo abrazó con sinceridad y con el aire nostálgico que generan las despedidas definitivas prometió una conversación a futuro.
Después hablamos cuando hablamos, le dijo; y caminó con seguridad hacia el otro lado. Así… se fue, sin pensar en las preguntas que ya no haría, que ya no importaban; de nuevo sintió el vacío típico de cada encuentro, pero por primera vez tuvo una seguridad: ya no era más que Ella, no había nada…

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